Es un hecho casi poético, si no fuera trágico. Lo sabe, lo siente y —aunque no lo diga— lo necesita. La “locura” fue su marca, su bandera, su modo de diferenciarse del pantano político argentino.
Pero algo cambió. En apenas dos meses, el eje simbólico de la política viró de “locos contra corruptos” a “corruptos contra corruptos”. Y en ese terreno, el Presidente pierde su mejor disfraz: el del outsider que gritaba contra el sistema desde afuera.
El kirchnerismo, maestro en el barro, logró emparejar el tablero. Lo corrió de su eje. Ya no es Milei contra “la casta”, sino Milei frente a su propio espejo. Los escándalos internos —el caso Espert, los vínculos empresariales, el 3%, la causa Libra, Garraham, universidades, la necesidad de un rescate financiero estadounidense— lo devolvieron a la tierra, al lugar de los mortales. La diferencia entre el loco y el corrupto es que el loco asusta; el corrupto aburre. Milei lo sabe. La locura lo hacía libre; la política lo vuelve rehén.
Por eso, hoy Milei intenta una jugada desesperada: volver a ser el loco.
El votante blando de Milei —ese que lo eligió más por bronca que por devoción— atraviesa su propio duelo. Empieza a sospechar que el “león libertario” también negocia con los mismos a los que prometió devorar. Y el dilema es profundo: ¿repite la historia y le suelta la mano, como hizo con Macri, o sostiene su voto por puro antikirchnerismo?
La desilusión es un sentimiento político más fuerte que la ideología. No lo destruye la oposición, lo destruye la decepción. Milei camina esa cornisa.
En paralelo, el Gobierno se hunde en un lodazal de causas y escándalos que se amontonan con ritmo de serie semanal. El episodio de esta semana: el caso Espert, un narcotraficante con pedido de extradición y la necesidad de un rescate financiero made in Washington. Todo lo que alguna vez Milei aborreció, ahora se vuelve indispensable. Trump aparece en escena, el Tesoro compra pesos, los libertarios aplauden, y el Presidente termina debiendo su supervivencia a lo mismo que juró destruir: la intervención del Estado. Otro Estado. Un milagro de ironía económica.
En ese contexto, el Presidente busca volver a su papel más cómodo: el del loco. El que grita, el que se pelea, el que denuncia traiciones y complots. En el fondo, la locura lo absuelve; la corrupción lo condena.
Ser el loco lo hacía imprevisible, incorruptible, casi puro. Ser el corrupto lo deja desnudo, común, vulnerable.
Pero el tiempo de los gritos pasa, y la gobernabilidad no se construye con furia. Milei enfrenta el desafío que destruyó a todos sus antecesores: sostener poder real sin perder el alma. Si vuelve a ser el loco, quizás y solo quizás, recupere narrativa.
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